Acababa de aterrizar y ya quería irse. Había cruzado el océano Atlántico para descubrir su futuro y lo único que encontró al pisar continente americano fue a una persona bajita, desconocida, que sostenía un cartel con su nombre. Inquietante.
Por momentos le dieron ganas de llorar y de volver al avión. Menuda locura acabo de hacer, pensó. Y no le faltaba razón.
Sonrío a aquel señor, como sonreía a los abuelos. Aquel hombre bajito, desconocido, que portaba un cartel con su nombre, le devolvió lo que fue su primera sonrisa lejos de casa.